Desde ahora, todos los meses realizaremos un comentario de diferentes imágenes y pinturas religiosas gracias al aporte de Isabel Lecaros. En esta versión contemplaremos:El Regreso del Hijo Pródigo, de Rembrandt Harmenszoon van Rijn, c. 1668 Museo Hermitage, San Petersburgo.
Nos remontamos al siglo XVII, a Holanda, donde nace en Leiden uno de los más innovadores y excepcionales artistas del Barroco: Rembrandt Harmenszoon van Rijn (1606-1669). Justo antes de su muerte en 1669, realiza la obra en óleo "El Regreso del Hijo Pródigo” -que tenemos a nuestra vista- y que representa la escena que relata Lucas en la parábola del Hijo Pródigo (15: 11-32).
Ya desde sus comienzos como artista independiente, Rembrandt pintó escenas de temática religiosa tomando como fuente de inspiración la Sagrada Escritura. En esa misma línea, su predilección por el tema del perdón quedó patente en el año 1636 al pintar en una tela un hijo pródigo vividor con una jarra de vino junto a una dama en una taberna, y posteriormente, al representar el momento del regreso del hijo pródigo en un aguafuerte.
Las dimensiones de la obra "El Regreso del Hijo Pródigo” son las propias de una pintura destinada a ocupar un lugar en una iglesia. Sin embargo, a la muerte del pintor nadie lo reclamó, hecho infrecuente en un pintor que trabajaba siempre por encargo, por lo que se deduce que lo realizó por iniciativa propia. A través de una cálida luz observamos en un primer plano el rostro del Padre, quien baja la vista -llena de bondad- hacia su hijo menor; humilde, arrepentido, reclinado sobre su pecho. Sus manos le abrazan amorosamente: la izquierda -mano de hombre- apoyada con la firmeza y vigor de un padre; y la derecha -mano femenina- con la delicadeza, elegancia y ternura de una madre. Sus ojos casi ciegos intentan contener las lágrimas.
El hijo hincado, enfermo y pobre, revela unos pies que han sufrido humillaciones: descalzo, con una sandalia rota y ropa estropeada. Su cabeza sin pelo denota su vuelta a la vida; un neonato en los brazos del padre. Utilizando una sencilla gama cromática basada en colores cálidos, el autor recrea el poder y la ternura de un Dios Padre que perdona, acoge e ilumina a la humanidad abatida y pecadora que acude al refugio de su gracia divina. Toda la obra está dominada por la idea de la victoria del amor y la nobleza espiritual, enmarcada en el más absoluto silencio del abrazo.
La profundidad de los sentimientos se expresa en la figura del Padre y del hijo, magistralmente retratados, y se dirige al corazón de cada uno: “(…) este hijo mío estaba muerto y ha vuelto a la vida; estaba perdido y ha sido hallado." (15: 11-32). Es la confianza y el amor del hijo menor lo que impide la justicia del Padre. El abrazo entre ambos ilustra la intimidad, cercanía y gozo con que nos recibe Dios ante nuestras caídas, estrechándonos en su infinita misericordia a su regazo y a su corazón, mientras nosotros, harapientos y descalzos, sin nada que ofrecerle más que nuestra miseria, nos dejamos acoger y perdonar por Él.
Si tomamos en cuenta las desgracias que fue sumando Rembrandt a lo largo de su vida, vemos que una parte de su alma queda retratada inconscientemente en la obra. Quizás tendría la necesidad de un abrazo de Dios como el de la parábola citada. Lo cierto es que falleció teniendo delante la esperanza en la divina misericordia.
La emotividad de la escena ilustra la lógica de la misericordia de Dios, que triunfa sobre su justicia. En efecto, mientras más grande es el pecador, más derecho tiene a su misericordia.
Isabel Margarita Lecaros Monge