El sacerdote asegura que las cualidades, defectos y susceptibilidades de Juanita “estaban ahí igual que nuestra humanidad” y que ella experimentaba “este derrumbarse cada instante, esas caídas que necesitan mucho cobijo. Al principio era débil, susceptible, quebradiza, todo la hacía llorar, le hacían bullying, no sabía defenderse. Era frágil”. Pero al sumergirse en la vida de oración y tener una relación tan estrecha con Jesús “terminó siendo una persona fuerte, entregada, abnegada y dueña de sí” pues el poder de la oración “le ayudó a soldar su camino”.
Su juventud se desarrolló de manera normal para una chica de su edad: tenía muy buenas amigas, le gustaba montar a caballo, jugar tenis e ir de vacaciones al campo y a la playa. Era muy buena moza y tuvo algunos pretendientes. Sin embargo, ella tenía la conciencia clara de que era para Dios. Y aunque el Carmelo la atraía fuertemente, en un momento tuvo el dilema de si entrar allí o en la comunidad del Sagrado Corazón con las religiosas de su colegio y así entregarse a Dios en medio de la vida activa. El padre Cristhian asegura que esta decisión “le costó horrores”. Sobre este tema Alexandrine comenta: “Finalmente decidió el Carmelo, porque si ella estuviera en el mundo, los frutos de su apostolado los vería en la tierra pero si optaba por el claustro, solo los vería en el cielo”.
Juanita tuvo una amistad muy estrecha con varias de sus parientes y compañeras del colegio. “Ella acompañó espiritualmente a su hermana Rebeca y a sus amigas. Fue como una pedagoga, creó una comunidad en torno a ella y muchas de sus compañeras, o fueron religiosas o laicas comprometidas y la tuvieron como referente”, indica el padre Cristhian.
Fuente: Anclados, Pastoral UC