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Jesús ha muerto. La naturaleza gime. El pueblo calla. María y el fiel apóstol caminan de regreso. En esos momentos, Juan recuerda a María las palabras que Jesús le dirigió desde la cruz y le dice con sencillez: «Déjame decirte, Madre, Él lo ha querido», como intentando convencerla de que tome muy en serio las palabras de su Hijo. Con un temple de ánimo suplicante y esperanzador, el hablante lírico se identifica con la figura de Juan y a través de su voz, pide a María que sea su madre, tu madre, nuestra madre. Éste es el trasfondo de uno de los poemas marianos que san Juan Pablo II dedicó a la Virgen en sus primeros años de sacerdocio y que nos introduce en el espíritu de Semana Santa…
La imploración de Juan
«No contengas el flujo de mi corazón
que sube hasta tus ojos, Madre;
no cambies en nada este amor,
dirige hacia mí ese mar
en tus manos translúcidas.
Él te lo pidió.
Soy Juan el pescador. No hay mucho
que se pueda amar en mí.
Todavía me siento a orillas del lago,
con la grava fina bajo los pies,
y de pronto… Él.
En mí tú no aprisionarás más su misterio
pero dulcemente ceñiré tus pensamientos,
como el mirto.
Déjame decirte: Madre, Él lo ha querido.
Te suplico que no dejes
que esta palabra te parezca empequeñecida.
Es cierto que es difícil comprender el
significado
de las palabras que insufló en nosotros,
para que todo amor
quedara en ellas comprendido».
Karol Wojtyla. En Fernández Bravo, Sergio. Poemas. México: Jus, 1990.